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LOS NUEVOS DIOSES

Una de las preguntas y preocupaciones básicas en el diario acontecer de las personas en la civilización actual (quienes vivimos —la mayoría de nosotros— en ciudades grandes y pobladas) es sobre lo que nos vamos a poner o usar como vestimenta cada día. Diariamente vivimos esta tarea muchas veces; y nos preocupa, pues será esta vestimenta la que todo el día nos señale o identifique. Será, por así decirlo, nuestro distintivo, nuestra buscada personalidad, lo que represente a nuestro anhelado yo, que nos hará pertenecer a un determinado grupo social, económico y cultural. Con esto se logra ser visto, apreciado, incluso catalogado como parte integrante del buscado —o anhelado— estatus; lo que nos hace sentir estar dentro o ser parte de él, pero también tratamos de conservar un toque de individualidad, como parte perteneciente a una específica y determinada facción.

Esta misma preocupación también se debe trasminar en la decoración del hábitat, tanto en sus lugares de convivencia diaria como de trabajo. En lo concerniente a nuestra casa tenemos opción, decisión o participación —mucha o poca— en su forma, construcción o decoración. En la actualidad, en lo que concierne a la oficina, podemos participar un poco menos, ya que el espíritu de uniformidad corporativa da un margen muy escaso para poder darle individualidad al ser personal.

No me toca aconsejar a nadie en cómo vestirse. Tampoco me toca tratar de entender el porqué de la preocupación constante del joven por usar esos símbolos que los fabricantes le imponen a sus prendas, para que con ello demuestre haber logrado pagar un precio, una calidad o una rareza determinada. Eso que se logró pagar le proporcionará (o garantizará) la seguridad y protección suficientes, tanto en forma personal como social, frente a los demás. Las prendas fungen como los nuevos amuletos y las marcas, como los nuevos dioses a seguir.

Antes, esta buscada seguridad de ser o pertenecer se la conferíamos a otros dioses, a quienes portábamos en forma significativa. Era el caso de traer una medalla religiosa, la que no solo nos daría ayuda y protección divina; sino, frente a los demás, demostraría una seguridad de ser probos en esos lineamientos morales y religiosos. Tal fue el caso de las medallas con troquel antiguo de la Virgen de Guadalupe. Otro caso es el de portar símbolos de otra secta o religión extraña (o ajena), como puede ser el símbolo hinduista de la vibración eterna del Om, el que nos daría entonces una identidad particular, un de qué hablar, como dicen los norteamericanos un conversation piece, que nos hará ver y sentir como personas muy viajadas o simplemente excéntricas con un matiz de exotismo.

Hoy en día, traer el símbolo de una marca distintiva con alto valor económico y comercial nos dará y nos hará sentir esa seguridad que, posiblemente, hubiéramos sentido en otras épocas portando un amuleto o cualquier símbolo religioso o representativo. Estos símbolos nos garantizan, con aliviada imagen, su poder y protección y nos dan la seguridad necesaria para presentarnos en cualquier momento y circunstancia. Un cinturón de Hermès con una H grande, una bolsa Louis Vuitton, la hebilla en nuestros zapatos del más apreciado —y por ello— costoso diseñador, un gran reloj llamativo y de marca que solo viéndolo nos manifestará su alto costo; todos ellos serán los representantes de nuestro poder y nuestra persona, nuestra actual imagen, lo que deseamos que los demás vean. Con un simple vistazo a algunas personas podemos suponer —a través de su obvia vestimenta— un alto poder adquisitivo, si sumamos lo que traen puesto.

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Algunas veces usaremos alguno de estos símbolos en forma cínica y como reto, sabiendo que es un objeto falseado, lo que actualmente denominamos “pirata”. Creemos (o deseamos demostrar) que, al ser nosotros los portadores, nadie dudará de su originalidad y, por lo tanto, de su calidad y su precio. Quiero ser claro en que, aunque es una costumbre profundamente arraigada en nuestra cultura actual y medio social, esta actitud de vestir, simular, pretender o pertenecer no es exclusiva de nuestro tiempo, ya que “no hay nada nuevo bajo el sol”. No debemos olvidar que esta verdadera necesidad de representar nuestra posición en el mapa humano ha estado patente a lo largo de la historia. En el legendario Ramayana, obra maestra épica del hinduismo, el personaje divino de Rama (séptima reencarnación del dios Vishnu) fue engañado por el demonio Ravana, quien lo tentó con un siervo de oro. Sita, su esposa, en un desplante de vanidad, le pidió a Rama que lo cazara y se lo trajera para colgárselo como valiosa prenda porque, aunque vivían retirados en la foresta, ella deseaba tenerlo.

Así, en la historia de la humanidad esto sucede repetitivamente. Tal es el caso de la monarquía europea del siglo XVI, donde, tanto el emperador Carlos V de España, como Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra — entre muchos otros poderosos monarcas y nobles— debían portar armaduras hechas por Negroli. Este fabricante milanés era considerado el mejor, y por ello, el más caro; sus armaduras suntuosas y ricamente decoradas representaban todo el poder y la gloria. Con todo lo dicho cabe mencionar el término legal: “investidura”, que es el acto que nos hará ser los legítimos representantes del poder que se nos confiera, como la banda presidencial; al ser impuesta al candidato ganador se le reconoce su triunfo y cargo, el que —como es también el caso de los papas católicos que portan la tiara y el báculo— le dará reconocimiento de su rango e importancia.

En nuestro espacio íntimo tenemos una forma que pretendemos que sea más sincera y representativa de nuestra individualidad: la decoración de nuestro espacio vital; ese “lebensraum” en donde llegamos a cohabitar en una forma más íntima con los nuestros, con nosotros mismos, o con ambos. Es en este espacio donde ponemos nuestro sentir más personal e íntimo, el lugar donde tenemos y conservamos celosamente los objetos simbólicos de quien verdaderamente somos o aspiramos ser. Va desde la imagen de nuestro dios o santo protector, hasta los libros o revistas de nuestro verdadero interés personal, donde aparecen nuestros filósofos o novelistas, nuestra artista o princesa admirada. Es el espacio donde quisiera tener el mueble de mi gusto o predilección, que —al igual que la ropa— me hace sentir perteneciente a un estrato social privilegiado. Un mueble antiguo no solo me dará pertenencia a un grupo socialmente definido, sino a otro grupo con intereses culturales e, incluso, de una cultura histórica diversa. Así, estas piezas que componen mi hábitat serán mi tema, tanto personal como representativo de una supuesta —u obvia— cultura y abolengo.

Está entendido que el minimalismo es la expresión representativa del nihilismo en nuestro entorno. De ello ha surgido —a mi entender— esta búsqueda del estilo denominado vintage, donde buscamos un antecedente cultural en formas simples, de cierta tradición cercana y modernidad. Este estilo de diseño de muebles (algunos de ellos, en su momento, se llamaban “daneses”) deseaba transmitir una moderna actualidad con líneas puras y maderas a colores claros, barnices naturales, textiles planos de color y textura uniformes, acompañados con tapetes y tapices con un cierto aire del movimiento art déco, con los diseños de los artistas en boga de ese momento.

Llegamos al momento de la autorreflexión donde queremos vernos al espejo y, con una sencilla autocrítica, nos veremos envueltos en esta vorágine mercantilista. Podríamos decidir cortarle las patas a los caballitos bordados en diversos colores sobre las camisetas polo y al cocodrilo le cerraríamos la boca, La H enorme del cinturón la volveremos hache muda y veríamos cómo respondería nuestra confianza en nosotros mismos sin estos dioses actuales. Estaríamos dispuestos a entrar a una reunión social sin nuestros amuletos consumistas, sin estas muletas para la identidad de nuestra imagen; sacaríamos del fondo de nuestra persona a nuestro verdadero yo con la misma confianza. ¿Somos una nueva, pujante, auténtica y rebelde civilización, o es que no ha dejado de ser certera la vieja frase de “el hábito hace al monje”?