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MEZCAL A 3 VOCES

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La historia de esta bebida se cuenta —y prueba— entre campos de agave y restaurantes de vanguardia. En la mano izquierda, una jícara vacía; en la derecha, un bambú fino y largo —llamado venencia— del que sale a toda velocidad un líquido transparente. Es mezcal. Va recorriendo el espacio hasta caer en la jícara y se acomoda en forma de burbujas. Taurino Ramírez, el maestro mezcalero, sonríe con satisfacción. Este es el sutil arte de hacer mezcal.

El mezcal artesanal demanda años. Solo se aprende estando presente en los campos y los palenques, oliendo, jimando. Quema durante los días en que se ponen a cocer las piñas en hornos de tierra, los que se calientan con piedras al rojo vivo. El mezcal exige atención a los maestros cuando se fermenta en las tinas de madera o de cobre, porque si se pasa de punto, ya no queda. El mezcal artesanal demanda cuidados y paciencia durante los tres o cuatro días en que se destila, pues hay que cuidar el fuego: que no caliente de más, que no se apague. El mezcal es cariño y corazón. Esta es la verdad que conocen los maestros mezcaleros.

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El embrujo del mezcal

Desde que tenía trece años y un burro para cargar las jícaras, hasta que en 1940 llegaron las carreteras a San Pedro Totolapan y con ellas “los de afuera”, Teo Taurino —como le dicen de cariño— ha producido mezcal artesanal. Ahora tiene 75 años y un palenque (fábrica) propio con un molino jalado a caballo en donde desgarra las pencas de maguey; tiene tinas de madera en las que fermenta y guarda una tina vieja de cobre de cuando su papá le enseñó a hacer mezcal; ahora tiene alambiques, que ha puesto él mismo, en los que destila su agave.

Estos años le han bastado para ver agotarse el mezcal. En aquellos días solo era para la comunidad, le ha tocado ver cómo se reducen las producciones y también cómo, de un par de años para acá, la cosa va mejor. Ha visto cómo el mezcal se transportaba: primero en jícaras de barro; después, en pequeñas barricas de madera; después, en latas que, igual que la madera, cambiaban el sabor de la bebida. Y ha visto, también, cómo ahora el mezcal viaja en vidrio, etiquetado, se volvió caro y le da la vuelta al mundo.

“Trabajar el mezcal es lo mero mío desde niño, y nunca lo voy a dejar. Yo me he ganado por derecho propio hacer esto, porque sé cómo hacerlo”. Y con la certeza que brinda la experiencia, a Teo Taurino, entre otros trucos, le gusta reposar su mezcal en ollas de barro, “porque se hacen de tierra (las ollas), porque el alcohol sale más bajito y le cambia el sabor”.

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Este mezcal reposado de agave espadín que se expresa con frescura, a pesar de sus 46 grados de riqueza alcohólica, es el que produce para BRUXO, una casa mezcalera que prefiere los números a los nombres; cada producción respeta el proceso de la tierra y esto implica aceptar los cambios. Por eso, el #1 es de agave espadín; el #2 de espadín, barril y cuiche (un agave que puede tardar hasta veinte años en madurar); el #3 es un número dedicado a los reposados; y el #4 es un homenaje a los agaves exóticos, como el barril y el tepestate.

De la mística a la metrópoli

“Mi tierra huele muy rico, por las costumbres y la gente; mi tierra tiene el cielo bien azul y huele a jazmín”. Esto es San Dioniso Ocotepec, Oaxaca, en donde Lucio Morales siembra y cosecha sus agaves y produce mezcal. Tiene espadín y tobalá, al que le llaman “de campo” y le achacan poderes curativos; también tiene mexicano, un viejo conocido para el maestro, pero relativamente nuevo en la ciudad.

Lucio se sorprende de que ahora “por hacer lo que sé hacer, hasta me dicen ‘maestro’”. Pero él tiene sus razones, lo hace por que le gusta trabajar los agaves, “les doy todo mi tiempo; a veces de noche, a veces todo el día; llueva, no llueva, pero ahí estoy, trabajando”, porque este oficio que aprendió de su padre le pagó la escuela a sus hijos y le presentó a clientes que ahora son familia. Este amor que le viene de niño se ha vuelto un negocio redituable, tanto así que ahora hasta tiene ganas y posibilidades de abrir una embotelladora. “Cuándo me iba yo a imaginar que podría envasar mezcales y tener mi propio negocio”, confiesa. Para Lucio, el año “del accidente de las torres” (el 11 de septiembre) marcó la bajada del mezcal, y 2012, un nuevo despegue. Ahora, los mezcales que produce pensando en la gente de la ciudad llegan a la capital y hasta el norte del continente, y lo hacen marcados por su nombre y apellido.

Una apuesta por la tradición

El mezcal está de moda en la ciudad. Restaurantes trendy y tradicionales empezaron a imprimir nombres de agaves en sus menús y cada vez se abren más bares especializados en el destilado; hasta hay mezcaliers. No siempre fue así.
Mucho antes de que el destilado tomara la capital, el restaurante Los Danzantes hizo una apuesta arriesgada —y en plena era del tequila—: le abrió un espacio en sus mesas al mezcal, tanto así que lo regalaban. Eduardo Lucero trabaja como gerente operativo de Corazón de Maguey, pero es un mezcalero de corazón, y recuerda —mientras alza las cejas y sonríe como quien sabe que más tarde que temprano llegaría el momento—: “Como a finales de los noventa, la gente tiraba el mezcal, le huía y ni de broma hubiera pagado los casi mil pesos que ahora alcanzan algunas botellas de esta artesanía líquida”.

En parte, esto se debía a que, antes del cambio del milenio, los comensales no tenían acceso a mezcales de calidad; si acaso, llegaban aquellos destilados a veces adulterados y generalmente adornados con un gusano (mito que parecía diferenciarlo del tequila). Los Danzantes enriqueció la oferta de la ciudad con mezcales oaxaqueños jóvenes bajo la etiqueta Alipús y una variedad de reposados y añejos bajo el nombre de Los Danzantes; a esta familia le sumaron una edición especial de pechuga, producción que se hace introduciendo una pechuga de pata, pava o gallina, frutas y, en este caso, grana cochinilla (un colorante natural) al horno en que se destila el mezcal. “Todos los mezcales son para celebrar, pero este es para las fiestas de las comunidades”, aclara Eduardo, mientras explica que con el mismo ímpetu con que volvió el mezcal a la ciudad, también lo hicieron los hijos de los maestros mezcaleros; toda una generación que se iba “al otro lado” a buscar mejores oportunidades y regresó a destilar mezcal, “los hijos del mezcal”, como los llama Eduardo Lucero.

Pablo García, de la comunidad Agua del Espino en Oaxaca, es un “hijo del mezcal”. Volvió de Estados Unidos a destilar y, a diferencia de otros, no le dedicó toda su vida. Hasta que le llegó el momento —solo ocho años atrás— cambió el campo por el trabajo del mezcal. Dejó su milpa, le dijo a su mujer “confía, que esto va a salir bien”, y compró su palenque en el que ahora produce mezcal. Hace una década valía cerca de tres pesos el litro y ahora ronda los $50 (solo el líquido, sin contemplar costos de producción, como traslado y embotellamiento, o los altísimos impuestos que se le aplican como “artículo de lujo”). El miedo que le daba aprender a hacer mezcal se le fue quitando cuando descubrió que “lo traía en las venas, pues”. Su sensibilidad para entender los mezcales le ha permitido mejorar su condición de vida. “¿Pablo, te regresarías a Estados Unidos?”, le pregunté. “Si a mí lo que gusta, y me deja, es hacer mezcal aquí”.

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Saboreando la expresión de la tierra

Una vez que el gusanito del mezcal se le metió a los capitalinos, la curiosidad por más sabores y variedades emergió en el público de la Ciudad de México. Karla Moles y Alan Ibarra abrieron La Clandestina hace ocho años, con mezcales de distintos estados. Tampoco les fue fácil al principio, “cuando iba a los restaurantes con la botella diseñada por Alan que contenía el Milagrito del Corazón, los gerentes de venta casi se ofendían”. “¡Cómo crees que mezcal, aquí se toma tequila!”, ironiza Karla. Para ellos, el auge real del mezcal empezó apenas hace un año. En su carta de tres dedos de grosor, ofrecen mezcales de Guerrero, San Luis Potosí, Oaxaca y Michoacán, con los destilados que cada maestro elige mandarles para ser representado. “A los maestros les da mucho gusto ver que la gente aprecia su producto tal y como es, sin que lo tengan que diluir y eso, de alguna manera, los hace sentirse parte de la ciudad”, recuerda Alan como una de las riquezas de involucrarse en el universo del mezcal, un mundo en el que todo aquel que está involucrado coincide: todavía tiene mucho por ofrecer.

Si en algo coinciden los maestros y los comercializadores, los brujos, los danzantes, los clandestinos y quienes regulan el mezcal, es justamente en que, sobre todo, el mezcal es historia, dignidad, generosidad y respeto; el mezcal es amor del bueno.

MEZCAL A LA MANO
1. Revisa la burbuja que hace cuando mueves (no revuelves salvajemente) el mezcal. Se debe de formar un “collar” de burbujas y todas deben ser del mismo tamaño.
2. Ten a la mano algún cítrico para “limpiar” la boca.
3. Ten sal de gusano y chile cerca. La sal te seca la lengua y el chile sensibiliza las papilas gustativas.
4. Da un pequeño sorbo, pásalo hacia atrás, toma aire y después de tragar suelta el aire, así todos los aromas salen por la nariz y puedes descubrir y disfrutar mejor tu mezcal.

HABLA COMO MEZCALIER:
Abocado: mezcales con alguna alteración. Fermentados con frutas, vegetales, flores y hasta animales o, simplemente, reposados en barrica de madera, lo que altera sus sabores naturales.
Colas: primera destilación del mezcal con altos porcentajes de riqueza alcohólica.
Dama Juana: frascos de vidrio en donde se puede reposar el mezcal.
Espadín: (agave angustifolia) ofrece sabores herbáceos y tiene una característica mineral.
Joven: mezcales blancos, con menos de dos meses de reposo. Su color debe ser transparente.
Reposado: mezcales con más de seis meses de añejamiento. Se puede reposar en vidrio, en ollas de barro o en barricas de madera.
Puntas: la primera tanda de mezcal que cae en la destilación. Con alto grado alcohólico.
Quiote: la flor o el tallo que sale del maguey. Se corta para que la penca crezca más.
Tobalá: (agave potatorum) tiene notas dulces y un gusto aterciopelado y gentil.
Venencia: tubo de caña hueco por donde los maestros absorben el mezcal y luego lo dejan caer a cierta altura de la jícara, así pueden ver el grado alcohólico.

Agradecemos la hospitalidad del hotel Hacienda Los Laureles y el apoyo de la Secretaría de Turismo del Estado de Oaxaca, sin los cuales este reportaje no hubiera sido posible.