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Cuentos cortos para reflexionar

Si eres amante de la literatura, pero no tienes mucho tiempo para leer, una gran opción son los cuentos cortos. Con pocas palabras, los autores de estos relatos logran crear historias intrigantes y divertidas. En esta pequeña selección, encontrarás cuentos de Juan Rulfo, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. ¡No te los pierdas!

1. La noche que lo dejaron solo de Juan Rulfo

-¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante-. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?

-Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron.

Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente.

Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.

“Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán”. También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.

Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.

Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.

Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.

Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: “De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y esta es la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de día”. Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y eso sería lo peor.

-¿Lo peor para quién?

Ahora el sueño le hacía hablar. “Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso”.

Se detuvo con los ojos cerrados. “Es mucho -dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena”. En seguida gritó: “¿Dónde andan?”.

Y casi en secreto: “Váyanse, pues. ¡Váyanse!”.

Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Esta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: “Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas”.

Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cochal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo.

Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.

Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras.

“Está oscureciendo”, pensó. Y se volvió a dormir.

Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.

Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: “Buenos días”, le dijeron. Pero él no contestó.

Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían dicho.

Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas.

Le parecía oír a los arrieros que decían: “Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas”.

Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.

Había que “encumbrar, rodear la meseta y luego bajar”. Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.

Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.

“Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente”, pensó.

Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.

“Obre Dios”, decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.

Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: “¡Buenos días!”. Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: “Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí”.

De pronto se quedó quieto.

“¡Cristo!”, dijo. Y ya iba a gritar: “¡Viva Cristo Rey!”, pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.

Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.

No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago.

Arriba de él, oyó que alguien decía:

-¿Qué esperan para descolgar a esos?

-Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.

-¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.

-No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Estos son ya de los últimos. Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.

-Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo.

Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos.

Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura.

Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.

2. El viejo en el puente de Ernest Hemingway

Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.

Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.

-¿De dónde viene? -le pregunté.

-De San Carlos -dijo, y sonrió.

Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.

-Cuidaba de los animales -explicó.

-Oh -dije, sin entenderlo del todo.

-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.

No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero dije:

-¿Qué animales eran?

-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.

Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.

-¿Qué animales eran? -pregunté.

-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.

-¿Y los ha dejado? -pregunté.

-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.

-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.

-No -dijo-. Solo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabe cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.

-¿En qué bando está usted? -le pregunté.

-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.

-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.

-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿A dónde van esos camiones?

-A Barcelona -le dije.

-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.

Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:

-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?

-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.

-¿De verdad lo cree?

-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.

-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?

-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.

-Sí.

-Entonces saldrán volando.

-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.

-Si ya ha descansado, yo de usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.

-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.

-Yo solo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Solo cuidaba a los animales.

No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.

3. Los amigos de Julio Cortázar

En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo, pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces, Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien, evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

4. El espejo y la máscara de Jorge Luis Borges

Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:

-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿ Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?

-Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Solo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.

El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:

-Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias-.

-Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro- dijo el poeta, que era también un cortesano. Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.

-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.

Hubo un silencio y prosiguió.

-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikingos. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.

-Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edad Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba Con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.

El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

-De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Esta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.

-Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.

-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.

-¿Puedes repetirla? -No me atrevo.

-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Estas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?

-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.