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DESIERTO

Un relato de terror entre indocumentados, clima extremo y francotiradores. Una zona de desamparo y desesperanza.
No es sino apenas la décima frontera del mundo en términos de longitud, con sus tres mil 141 kilómetros de extensión, pero la línea que divide a México de los Estados Unidos es una de las más trágicas, de las más traicioneras, de las más terribles del mundo entero.

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Pues entre nuestro país y su vecino del norte, el imperio norteamericano, no solo se dividen territorios, sino economías –una mucho más boyante y la otra con tremendas desigualdades, culturas, formas de vida y, sobre todo, una población se subordina a la otra en términos de bienestar, lo que ha traído consigo el violento fenómeno de la migración ilegal de millones de mexicanos para trabajar lo mismo en campos de cultivo que como obreros en naves industriales poco reguladas, lavando trastes, realizando reparaciones domésticas o como mera servidumbre.

Ni el concepto de línea divisoria ni el de su cruce, sin embargo, revelan la real angustia, ni la permanente amenaza, frecuentemente concluida en tragedia, que representa la migración ilegal de trabajadores mexicanos y su tortuoso peregrinar, por lo que el cineasta Jonás Cuarón (Ciudad de México, 1981) ha decidido retratarlo de manera ampliada, hacia el extenso erial previo y posterior que existe en ambos territorios limítrofes, para convertir el simple paso de una cerca de alambre de rejas a un fatigante y agotador traslado entre países, de seres humanos fragilizados y en riesgo, en su segundo largometraje de ficción, Desierto (México-Francia, 2015).

De esta manera, la árida región, de calores y fríos extremos, poblada de cactáceas, de serpientes, de agentes de la Border Patrol, no es solamente la zona que rodea la línea divisoria méxico-estadounidense, sino que es, de facto, la frontera misma. El desierto como franca barrera para lograr emigrar. El desierto como el mayor de los muros. El desierto como peligrosa y forzosa vía de paso. El desierto como interminable extensión de la nada. El desierto cruel y desgarrador. El desierto implacable. El desierto inhóspito. El desierto como el desamparo. El desierto desesperanzador.

Y los mexicanos y centroamericanos, asustados y desesperados, sin vuelta ni escapatoria posible, habrán de intentar cruzar esas planicies polvosas, esas arenas infinitas, como única vía para solventar su deseo por hallar mejores condiciones económicas, cuando la camioneta de redilas que habría de atravesarlos se avería sin reparación posible, tal y como dictamina el mecánico-migrante Moisés (un Gael García Bernal recordando su acento norteño como el portero Tato, El Cursi), que intenta volver por su hijo tras haber sido deportado.

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De este modo, expulsado de su precario transporte, el gran grupo de viajeros es abandonado a medio camino y ha de internarse en el desierto del título –en realidad filmado en locaciones bajocalifornianas: Mexicali, Tecate y San Ignacio, bajo la ineficaz guía de los inseguros y poco comprometidos coyotes: Lobo (un cruel Marco Pérez apresurándolos cual ganado al grito de “¡Arre!”) y Mechas (un nervioso y acelerado Diego Cataño), solamente para descubrir que la insolación, la deshidratación y los animales ponzoñosos serán el menor de sus males.

Justo en esa zona árida, donde ni la policía fronteriza desea realizar la menor vigilancia, aparece un solitario cuanto antisocial cazador de conejos, Sam (un Jeffrey Dean Morgan iracundo, tan envejecido como correoso), armado de una botella de bourbon, un rifle de mira telescópica, un cuchillo para desollar presas y un perro pastor alemán entrenado para matar, recorre la zona en su camioneta oyendo música blue grass y country, quien decide cazar a los mexicanos indocumentados, por un añejo trauma.

De esta manera, Desierto se separa por completo de las incontables producciones tanto mexicanas como estadounidenses que relatan el peregrinar de los mojados y que regularmente los retratan únicamente como víctimas de la pobreza, de la injusticia, de la xenofobia, para convertirse en un dinámico ejercicio de género de terror clásico, en tono de thriller, con un grupo de viajeros que debe escapar de la muerte a manos de un monstruo no del más allá que amenaza las vidas de todos sino, en este caso, de un muy real y tangible minute men, empecinado con impedir que los mexicanos invadan la “tierra de los libres” -“The Land of the Free”, como reza su himno nacional.

Así, comienza una angustiante huida a través de planicies descubiertas, perfectas para el tiro al blanco; cañadas sinuosas en las que una vuelta realizada en un mal momento los dejará expuestos a los tiros del cazador o a los mordiscos de su sanguinaria mascota acostumbrada a deshacer cuellos, brazos o entrañas; con nidos repletos de víboras de cascabel, y donde la lentitud, los saltos entre barrancas o el simple cansancio, irán minando al grupo.

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Un personaje fundamental de este relato de terror es el propio desierto, quizás el personaje principal de este drama de gran acción y suspense, gracias a la fotografía de Damián García (El infierno, Güeros, La vida precoz y breve de Sabina Rivas), que retrata con gran solvencia los amaneceres y atardeceres en lontananza, las formaciones rocosas, los cielos despejados con un sol quemante, el paisaje yermo y las variadas emociones en los rostros de los protagonistas, en una edición dinámica, lejos de la moda actual del cine contemplativo e inmóvil del cine mexicano reciente. A lo que habrá que agregar la música angustiante y machacona de Woodkid (el francés Yoann Lemoine, encargado de la banda sonora), para complementar los elementos de un filme de acción repleto de emociones, cuyo mayor mérito, más allá del desarrollo de personajes o de una denuncia en torno a la situación migratoria entre ambas naciones, es justamente el mantener al espectador en una ruleta rusa emocional con criterios del cine de gran industria, algo in- usual para una producción totalmente hecha en México.

Tras entregar un primer largometraje independiente, Año uña (México, 2007), sobre los amores de un adolescente chilango y una neoyorquina que pasó el verano en la capital de México; el cortometraje documental La doctrina del shock (Canadá-Reino Unido, 2007), de crítica al sistema capitalista al lado de la ensayista Naomi Klein, y el cortometraje Domingo (México, 2014), sobre la mala suerte de romper un espejo, Jonás Cuarón coescribió la multipremiada cinta Gravedad (Gravity. Estados Unidos, 2013), al lado de su padre, el cineasta mexicano Alfonso Cuarón –ganador del premio Oscar–, y el cortometraje Aningaaq (Estados Unidos, 2013), como espejo a dicha historia con un pescador inuit que recibe, sin entenderlos, los mensajes desesperados de la astronauta Ryan Stone.

Con Desierto, Cuarón regresa al mismo tema del sobreviviente en condiciones extremas e inesperadas, que ha de recurrir a sí mismo y reunir lo que le resta de fuerza y de voluntad para poder volver al hogar –o a la civilización–, un tema que humaniza su cine, pese a que en esta cinta no cuente más que con contados efectos especiales y recurra a la fotografía naturalista y no a la sofisticación tecnológica empleada en Gravedad. Un ejercicio de género que, sin conformarse como una obra maestra, refresca los tratamientos del tema en la filmografía nacional.