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Edimburgo, 70 años de alta y baja cultura

Artísticamente, ¿qué obra tiene más valía, la del grupo de rock U2 o la producida por el compositor George Friderich Händel? No hay punto de comparación. Por eso mismo, la pregunta ofende. Sin embargo, aún en nuestros días restan reminiscencias de una época en la que resultaba fácil discernir entre alta cultura y cultura popular. En el centro del debate está el Festival Internacional de Edimburgo, y su contracara, el Edinburgh Festival Fringe. El primero, se yergue como el epítome de un evento cultural de alto vuelo; el segundo, como el paradigma universal de un festival de libre acceso. Con todo, ambos cumplen siete décadas de festejar la cultura a su modo.

Edimburgo

Quintaesencia estética del espíritu anglosajón, la ciudad es cuna de célebres pensadores, políticos, escritores y artistas, desde Robert Louis Stevenson, Walter Scott y Adam Smith, hasta Sean Connery, Tony Blair y Shirley Manson (cantante del grupo Garbage). Sin embargo, durante el mes de agosto, la impronta edimburguesa se ve avasallada y la ciudad se transfigura en un escaparate para expresiones musicales, literarias y diversas artes performativas.

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Street performance at the Fringe por David Monteith

Los icónicos double deckers llenan sus dos pisos con acentos de cada rincón del mundo y el significado de turismo cultural se palpa con una audiencia fundamentalmente heterogénea. Además de los dos festivales ya mencionados, simultáneamente suceden tres más, a saber: el Edinburgh Art Festival, The Royal Edinburgh Military Tattoo y el Edinburgh International Book Festival. Así, lo que desde la perspectiva de un mercadólogo y gestor cultural podría tildarse de caótico autoboicot, en Edimburgo es un éxito comprobado.

Highbrows

Las connotaciones de un arte jerárquico no son nuevas. Arte para el palacio y arte para las calles bien definen la disputa. “Odi profanum vulgus et arceo”, exclama el poeta Horacio en una de sus famosas odas; la sentencia es lapidaria: “Odio al vulgo ignorante y me alejo de él”.

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David L. Harris

El pasado mes de agosto, el festival conmemoró 70 años desde que sir Rudolf Being, un historiador del arte judío y de origen austriaco, lo concibiera en 1947. Es necesario enfatizar su religión y nacionalidad, pues el festival daría inicio como una absoluta proeza histórica: a pesar de la rivalidad entre las potencias del Eje y los Aliados en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, sir Being logró llevar a suelo escocés a la Orquesta Filarmónica de Viena para inaugurar el evento. Desde entonces, nombres como los de Alec Guinness, Ian McKellen y Maria Callas brillaron en las marquesinas de los distintos teatros.

A pesar de ello, es verdad que la oferta resulta de un modo u otro, exclusiva; no hay espacio más allá de la ópera, la danza, el teatro, y las músicas clásica y contemporánea, y esto le ha generado la reputación de ser un festival highbrow, rozando más de una vez el concepto de élite.

Lowbrows

Con un sentido plenamente contestatario, nace el Edinburgh Festival Fringe, que desde la década de los 80 ha merecido el título del festival de arte más grande del mundo. La historia recuerda al célebre Salon des Refusés de París en 1863, de donde saldrían triunfantes pintores como Manet y Whistler.

Al crearse el Festival Internacional de Edimburgo a finales de los 40, un grupo de ocho compañías de teatro que no fueron contempladas para participar optaron por crear su propia oferta artística. Desde entonces, el “fringe”, como mejor se le conoce, ha tenido un éxito abrumador y el modelo ha sido exportado a otras geografías, como Amsterdam, Holanda; Grahamstown, Sudáfrica; y Adelaide, Australia. El Fringe de Edimburgo dura tres semanas y su filosofía se centra en prescindir de un jurado curador, con lo cual todas las propuestas artísticas son bienvenidas.

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Por otro lado, vale la pena detenerse en la etimología: fringe puede traducirse al español como independiente o alternativo, pero antes de que la palabra adquiriera su actual connotación, el vocablo era utilizado como un sinónimo de “perímetro”, y es que como los espectáculos de las compañías opositoras se llevaron a cabo en recintos situados a la periferia, el término, a la larga, encontró un significado más. Así pues, el Edinburgh Festival Fringe es un inmejorable caso de expresión lowbrow.

La habilidad de disfrutar

En 1996, Richard Peterson y Roger Kern de la Universidad de Vaderbil, en Tennessee, EE UU, se percatan de que la apertura en el sentido del gusto de la clase alta, había permanecido más o menos inamovible desde el Renacimiento hasta el siglo XIX. Y este cambio actitudinal que entraña moverse de un “paladar” melindroso a uno omnívoro es un logro que se debe, según los académicos, por lo menos a tres factores: el cambio estructural en la sociedad, el cambio de valores, y el cambio dentro del propio universo artístico.

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Desde la industrialización del cine, se han atestiguado crossovers constantes como la inserción de piezas clásicas en películas populares: la “Danza Húngara Nº 5” de Johannes Brahams en El Gran Dictador (1940) o la inclusión de Así habló Zaratustra de Richard Strauss en 2001: Odisea del espacio (1968). Las colaboraciones entre “música culta” y “música popular” se han ido normalizando con el correr del tiempo. En tal sentido, las diversas ediciones de Pavarotti and Friends, entre 1992 y el 2003, donde el famoso tenor alternaba con estrellas del universo pop, resultaron para muchos reveladoras.

También se han convertido en clásicos las colaboraciones entre conjuntos orquestales y agrupaciones de distintos géneros: Metallica y la Orquesta Sinfónica de San Francisco o Flight Facilities tocando en compañía de la Orquesta Sinfónica de Melbourne. La lista no merma: el pianista Chilly González ha compartido créditos con Daft Punk; los Beastie Boys decidieron preludiar su famosa canción “Intergalactic” con un fragmento del ballet La consagración de la primavera de Igor Stravinsky; y el argentino Gustavo Cerati cuenta con un álbum completo que entremezcla pop y música orquestal, 11 episodios sinfónicos.

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Distinto abordaje, mismo ADN

Los más cautos se percatarán de que no hay en la historia del arte dos obras iguales, y aunque un verso de Dante Alighieri y uno de Pablo Neruda se circunscriben a realidades distintas, el ADN creativo, el profundo código del arte, es sustancialmente el mismo. En el contexto de un mundo globalizado y multicultural, la coexistencia y la polinización cruzada entre la llamada cultura de élite y la cultura popular, entre highbrows y lowbrows, y entre festivales status quo y fringe son simplemente inevitables; hablar de arte inferior y superior parece contravenir los valores democráticos esenciales: libertad, igualdad y tolerancia.

A diario, audiencias de todos los códigos postales desprejuiciadamente consumen bienes culturales de diversos orígenes sin contemplar su genealogía o discurso. Del proceso de mutua exclusión ya no se beneficia nadie, sobre todo a partir del ensanchamiento de la clase media en Europa y Norteamérica. Lo deseable, eso sí, es que ambas, juntas o revueltas, desde sus respectivas perspectivas y posiciones coadyuven en el que sin duda es uno de los fines más altos del arte: la reflexión.

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Texto por: LUIS FELIPE FERRA

Es Licenciado en Comunicación por la IBERO, Maestro en Humanidades por el Instituto Cultural Helénico y Maestro en Gestión de Arte y Cultura por la Universidad de Melbourne. Es cofundador de la productora cultural Polytropos, becario del Fonca y pertenece al Global Fellowship (2017-2018) del Instituto de Relaciones Culturales Internacionales de la Universidad de Edimburgo.