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La otra costa, el gusto de pecar en el oriente asturiano.

Asturias presume de ser un paraíso en la Tierra y, si bien nadie que lo haya visto ha vuelto para contarlo, sin duda se acerca bastante a la idea más aceptada del jardín de Adán y Eva. Allí donde la naturaleza se desborda, las montañas chocan con el mar y las manzanas crecen por doquier, solo faltan serpientes que tienten y nubes que hablen para cambiar la ropa interior por hojas de parra.

Con una gama cromática más propia de la conducción por la izquierda y el té de las cinco, Asturias engaña. Basta con hablar con cualquier paisano para darse cuenta de que en esta tierra son de los que conducen por la derecha y echan la siesta hasta las cinco. Asturias pertenece a esa parte de la península Ibérica que poco tiene que ver con calor, paella y guitarra, por muchos tablaos flamencos que Woody Allen quiera poner en Oviedo.

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Foto: Marck Gutt

Esta franja verdosa del norte peninsular florece entre la humedad del Atlántico y el calor de la latinidad antes de chocar con los muros de piedra que la separan del resto de España. Entre Gijón y Llanes, la montaña y el mar están tan juntos que hasta el nombre comparten. Aun así, en su descenso hacia el nivel del mar, la cordillera Cantábrica deja espacio suficiente para gozar de las bondades pecaminosas de este paraíso natural.

Para no pecar de avaricia nada más empezar, una manera acertada de adentrarse en esta región es comenzar por su parte más oriental. La esencia del principado se concentra a medida que su geografía se estrecha hacia el este. En el oriente asturiano, un recorrido de menos de 100 kilómetros de largo y 15 de ancho basta para conocer la riqueza natural, gastronómica y arquitectónica de este rincón del norte de España.

Pequemos de soberbia

Si algo le falta a la costa del oriente asturiano –como al resto de la provincia– es modestia; por lo demás, lo tiene todo. Desde el nombre de la región, Principado de Asturias, se percibe la magnitud del asunto. Al poner un pie en esta tierra, se entiende por qué se es Príncipe de Asturias antes de ser Rey de España.

Gijón –Xixón para los que falen bable–, es el principal puerto asturiano y sirve de puerta para conocer el oriente. Con más de 250 000 habitantes, es el municipio más poblado del principado y forma parte, junto con Oviedo y Avilés, del área metropolitana del centro de la región.

Como todo puerto del norte de España, Gijón vivió sus años dorados a la sombra de las nubes de las industrias pesadas. El auge del carbón trajo a esta villa un esplendor tan frugal como dañino para la salud pública. Tras años de bonanza mineral, la entrada en la Unión Europea supuso la salida de astilleros y fábricas rumbo a lugares donde el carbón fuera rentable. Así, Gijón se ha dado a la tarea de reciclarse en una ciudad más dinámica, diversificada y verde. Con un paseo marítimo más propio de las interminables playas mediterráneas que del norte, Gijón se vuelca hacia el mar en la playa de San Lorenzo. El paseo que acompaña la línea costera es lugar de encuentro para los locales. Es el lugar perfecto para “dar una vuelta”, disfrutando de las temperaturas no tan extremas características del clima oceánico.

En su centro histórico la modestia sigue escaseando. A Gijón nunca le importó no ser capital, su rango de villa fue más que suficiente para que los siglos dejaran huella en sus calles más céntricas. Si bien es cierto que la arquitectura de esta ciudad no es su fuerte, esto nunca ha supuesto un problema. Hoy en día, Gijón presume de que en sus calles convivan palacios señoriales y teatros decimonónicos con edificios residenciales marcados por la dudosa estética de la arquitectura setentera.

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Foto: Marck Gutt

La guinda en el pastel gijonés es Cimadevilla, un promontorio rocoso que divide la bahía en dos y reconcilia a los gijoneses con su historia. Aquí se encuentra el germen romano de la ciudad, del que quedan poco más que los restos de la antigua muralla y las termas. Las calles del barrio pintoresco que aquí se asienta presumen de ser las más antiguas de la urbe. No obstante, el siglo XXI aparece en forma de un árbol de botellas que, después de contener la tan preciada sidra asturiana, busca dar ejemplo de reutilización y renovación. Una renovación imperiosa para las ciudades que apuestan por un futuro menos gris carbón y más verde vidrio.

Aunque cuando de verde se trata, Asturias sigue pecando de soberbia. En dirección al oriente, la clorofila amenaza certeramente con ser la más fiel compañera de viaje. El territorio astur alberga una variedad de verdes que resulta insultante a la vista: pinares, robledales y hayedos comparten el espacio con el incómodo eucalipto en una compo- sición cromática que no se suele asociar con lo ibérico.

Entre las masas arbóreas aparecen los prados o praus para los lugareños. En estos espacios de pastoreo extensivo, cientos de vacas viven mejor que muchos. El prau es a la idiosincrasia asturiana lo que la milpa a la mexicana. En ellos se siega, se pastorea y, de vez en cuando, se echa pasión lejos de miradas indiscretas. El primer desvío en la ruta del oriente asturiano llega después de 40 kilómetros de verdor descarado. La carretera descubre, escondido entre acantilados, un pueblo al que todo lo que le falta de modestia le sobra de encanto. Lastres –Llastres, en bable– es un pueblo pesquero que, hasta el año de 1985, prefería confiar su economía a la industria ballene- ra que a la del turismo.

Por fortuna para Moby Dick, en la actualidad, tanto locales como visitantes prefieren bronceador del 15 que aceite de ballena. No obstante, el alma pesquera de Lastres se respira en cada uno de sus rincones. Casas blancas con dinteles y balcones azul marino, capillas consagradas a la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, y viejitas que remiendan redes en el puerto comentan la jornada mientras mantienen viva la relación de este pueblo con las aguas del Cantábrico.

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Foto: Marck Gutt

Merece la pena avisar que lo que Lastres tiene de encantador lo tiene de empinado. Sus calles, más adecuadas para alpinistas profesionales que para playeros empedernidos, consiguen que todo aquel que decida caminarlas termine con menos lastre. No obstante, siempre se puede hacer una parada para tomar una caña o un vino si el cansancio aprieta: a grandes males, grandes remedios.

A primera vista, la mar parece poco bondadosa con la costa cantábrica. Las playas interminables de arena fina y promesa veraniega son un lujo en el norte de España. La geografía, sabia, prefirió repartir la arena en incontables e inaccesibles caletas –calas de aquel lado del Atlántico– para prevenir a esta costa de la península de la depredación turística de la que no pudo esca- par su hermana mediterránea.

De vez en cuando, los acantilados se apiadan de los bañistas y dejan espacio para que el sedimento traído por las olas se asiente en lo que se puede considerar una playa. Así sucede en la Griega y La Isla, donde los estratos rocosos se entremezclan con la arena antes de llegar al mar. Parece ser que la zona ya era popular en los tiempos jurásicos. Los lagartos gigantes de Spielberg dejaron literalmente huella en estas playas mucho antes de que el mar siquiera llegara a bañar esta zona.

La costa asturiana es un choque constante de elementos; el agua marina arremete incansable contra una tierra defendida por imponentes acantilados. Estos gigantes de piedra cumplen estoicamente su función, sin embargo, el tiempo juega en su contra y el mar no tiene ninguna prisa. En la localidad de Llames de Pría, la roca caliza se rinde a la salinidad del agua. Esta la disuelve creando una suerte de cavidades en un proceso que solo termina cuando el líquido elemento se reencuentra con el aire.

Cuando la mar está revuelta y el cielo gris, a kilómetros de distancia se escucha a los acantilados rugir. Como si el enviste de las olas les doliera, un bufido infernal invade el paraíso por unos segundos. Para los valientes que se acercan hacia el ruido en lugar de huir de él, la recompensa es sobrehumana.

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Foto: Marck Gutt

CON MONTAÑAS NEVADAS, PRAUS QUE RE- BOSAN VERDOR Y PLAYAS INTERIORES COMO GULPIYURI, A ASTURIAS SE LE PERMITE NO PEDIR PERDÓN POR SU FALTA DE MODESTIA.

El lugar ha sido bautizado, como no podía ser de otra manera, como “los bufones de Pría”. Para alivio del visitante, el alarido no proviene del pecho de ningún demonio. El bufido es del aire que sale a presión empujado por el agua que asciende por las cavidades rocosas. En los días de fuerte marejada, la zona se convierte en un espectáculo de la naturaleza. Con géiseres de agua pulverizada y olas que engullen los acantilados y los arañan en un intento desesperado por llevárselos consigo, el paraíso nos muestra su lado más dantesco.

Si bien el mar asturiano es cautivador como pocos, ni el canto de todas las sirenas cantábricas puede evitar que el visitante quede atrapado por el llamado de la montaña. No hace falta más que media vuelta para dejar de ver la inmensidad del agua y toparse con la grandeza de la cordillera. Un sistema montañoso se extiende de Galicia al País Vasco como el inquebrantable garante del verdor del norte de España que evitaque este vaya más allá de 60 kilómetros tierra adentro.

Basta con adentrarse unos kilómetros en dirección a la montaña para, sin dejar atrás el paraíso, comenzar la ascensión a los cielos. El mirador del Fitu se encuentra en un enclave privilegiado para mostrar la grandeza desmedida de Asturias con un golpe de vista. La sencillez de su diseño –unas escaleras de concreto que conducen a una plataforma redonda termina con una panorámica tan altiva que ni hacen falta ojos para verla. La línea de la costa que se junta con las primeras montañas puede recorrerse con las manos en un panel con información en braille.

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Foto: Marck Gutt

Indudablemente, esta es una de las vistas más soberbias de Asturias, pero no es la única. Con montañas nevadas, praus que rebosan verdor y playas interiores como Gulpiyuri, a Asturias se le permite no pedir perdón por su falta de modestia.

Pequemos de gula

Uno va a Asturias en busca de sus paisajes y postales paradisíacas; pero el que vuelve, lo hace por el buen comer. El norte –y España en general– es una tierra donde hambre no se pasa. Con productos que parecen caídos del cielo, el paladar disfruta en Asturias como un cochino en un lodazal antes de que un paisano lo eche a las brasas. Pero no se asuste el visitante, en esta tierra también se echan a la cazuela ternera, pescados y mariscos deliciosos.

El producto culinario estrella del Principado no es animal. En esta tierra, las manzanas son un regalo divino que crece por doquier. Los pomarales, huertas donde se gesta el fruto asturiano, se extienden prácticamente por toda la región siendo uno de sus mayores orgullos. Desde tiempos inmemoriales, los asturianos han escrito su historia con el jugo fermentado de la manzana.

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Foto: Marck Gutt

Toda sidra asturiana es, por definición, buena. Los locales aseguran que debe ser consumida en Asturias porque si sale de sus fronteras, el producto se estropea. El secreto, sin embargo, no tiene que ver con la geografía, sino con la habilidad para verter esta bebida. La sidra asturiana no se sirve, se escancia. Antes de llegar al vaso, el líquido necesita recorrer una distancia de más de un metro, lo que se consigue con una contorsión innata para los oriundos.

En los chigres, las tabernas asturianas donde la sidra corre a raudales, las manzanas entran frescas y no saldrán si no es fermentadas y en la panza de los comensales. Cuando se trata de beber, cualquier sitio es bueno; cuando se trata de comer, las opciones se multiplican y los caprichosos se ponen más quisquillosos.

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Foto: Marck Gutt

Ribadesella, una población famosa por ser la meta en una de las regatas de piraguas más antiguas de Europa, cuenta con numerosas sidrerías, bares y restaurantes donde reponer calorías. Para hacer la digestión, es recomendable subir hasta la ermita de la Virgen de la Guía o cruzar el río Sella para llegar a una playa custodiada por casonas desvergonzadas.

Las mansiones de los indianos son el recuerdo de la pobreza no tan lejana en la que vivían muchos asturianos a finales del siglo XIX y principios del XX. Muchos de ellos se embarcaban hacia las Américas en busca de una vida mejor. La mayor parte la encontró en México, donde hicieron la fortuna que les permitió volver a sus pueblos natales como verdaderos reyes.

En su delirio de grandeza, los indianos arreglaban calles, construían fuentes y traían los adelantos del nuevo siglo a las aldeas asturianas en las que el progreso era una esperanza de ultramar. En Llanes, un pueblo lleno de palacios y tesoros medievales, muchos de estos indianos quisieron aportar su opulencia al urbanismo del lugar. Aquí construyeron ostentosas mansiones custodiadas por palmeras descontextualizadas que les recordaran las tierras tropicales que los convirtieron en amos y señores.

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Foto: Marck Gutt

Muchas de estas casonas hoy se encuentran abandonadas por la incapacidad de los herederos de conservar las fortunas de sus antepasados. Lo que fácil llega, fácil se va. Sin embargo, sirven de reclamo turístico y de inspiración para las pesadillas de más de uno. De hecho, una de estas casas llaniscas sirvió de set de rodaje para la película El orfanato, que, merece la pena decir, fue filmada en locaciones asturianas.

Para pasar el susto, Llanes ofrece carne suprema a la brasa, patatas con salsa de cabrales o alioli y parrochas que corrieron la misma suerte que la ternera. Ah, y sidra, mucha sidra. Para bajar los excesos del banquete, el Paseo de San Pedro combina una pendiente retadora con vistas de mar y montaña. Este parque, un camino de hierba sobre el acantilado que protege a la ciudad de las inclemencias atlánticas, contrasta con las calles empedradas del Llanes medieval.

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Foto: Marck Gutt

El mejor postre se encuentra en un lugar desprovisto de chigres y restaurantes. Torimbia no necesita sidra ni el olor de la parrilla para antojarse. Esta playa, situada en una bahía tranquila y llena de verdor, presume de ser tan celestial como poco conocida. Sin embargo, no es la promesa de arena y mar la que endulza la estampa. En uno de los extremos de Torimbia se encuentra el mirador con el que la playa comparte nombre.

Encaramado en un acantilado, este punto ofrece una vista espectacular. Tanto, que incluso se antoja prohibitiva. Desde las alturas, el atardecer se viste de violeta, los campos se funden con las montañas y el mar se esconde en la irregularidad de la costa. En Asturias, para encontrar el paraíso, no hace falta mirar arriba, sino hacia abajo.

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Foto: Marck Gutt

GUÍA DE ASTURIAS

CÓMO LLEGAR

Iberia, Aeroméxico y Air Europa conectan México con la península Ibérica. Desde los principales aeropuertos de España, las aerolíneas locales ofrecen conexiones con el Aeropuerto de Asturias que comparten las ciudades de Oviedo, Gijón y Avilés. Renfe une Madrid y Gijón con trenes de alta velocidad. Para los que prefieran el volante, Asturias está perfectamente comunicada con el resto de España por la red de autovías del estado.

DÓNDE DORMIR

Asturias cuenta con un gran número de alojamientos rurales, antiguas casas reformadas para dar este ser- vicio. Una buena opción para conocer sus pueblos desde adentro y ayudar a la economía local. Estos hotelitos se pueden rentar por habitación o de manera integral.

La Asociación Regional de Casas de Aldea cuenta con un portal donde puedes consultar opciones y conocer más al respecto. P. casasdealdea.com

DÓNDE COMER

Gijón
Restaurante Que no te lo cuenten P.quenotelocuenten.es

Ribadesella
Restaurante Quince Nudos P. restaurantequincenudos.com

Llanes 
JJ Parrilla Restaurante P. barparrillajj.com

Confitería El Fito  D. Calle Mercaderes, 13

Texto por: Jorge Santos
Fotos por: Marck Gutt