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Y me puse a rodar

Jueves. Desperté con ese dolor muscular que indica horas de esfuerzo y perseverancia física pues la noche anterior había rodado por toda la ciudad de México. Alguna vez pensé que las calles eran para los coches, los camiones y los peseros, hoy me retracto. Como el alto porcentaje de los habitantes de la cuenca mexica, por años utilicé una máquina casi diez veces mi complexión para moverme pues, en teoría, era la forma más “rápida y cómoda”, pero en la práctica, me quemaba entre una y dos horas diarias inmovilizada, sobre cuatro ruedas, en la llamada ciudad en movimiento. Éramos yo, mi nave y la prisa contra el tiempo y la ciudad cuando recordé las palabras de José Alfredo Jiménez Sandoval: “…no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar…”.

La primera vez que rodé fue en el vientre de mi madre. Con ella, realicé mi primer viaje, con menos de un año, observaba desde una canasta como pedaleaba. Luego, en la tierra donde el uchepo, el charal y la corunda se pasan con charanda, Michoacán, aprendí a equilibrar y pedalear para moverme por mí misma. En ese suelo crecí y atesoro el recuerdo de poder moverme libremente por la ciudad: el tránsito pesado y la aparente necesidad de un coche particular no existían. Jamás me preocupé por el tiempo que me tomaría llegar de un lugar a otro, prefería medir la distancia en pasos que en horas de llanta recorrida. Mis piernas eran capaces de llevarme al lugar donde tenía que estar. En las mañanas estudiaba y en las tardes asistí a cuanta clase pude y aun así, todos los días, encontraba un tiempo libre para ejecutar los sabios consejos de mi bisabuela: todos los días una siesta te tienes que tomar, yo me la doy de 45 minutos pero sólo debe durar media hora; después sal a caminar o a dar una vuelta en bicicleta para despabilar la conciencia. Doña Julia murió de casi 105 años, lúcida y desayunando carnitas.

Al mudarme a la ciudad en movimiento los días comenzaron a estancarse. El tiempo libre se convirtió en leyenda urbana pues siempre hay algo “rápido” por hacer. La zona donde dormía no era la misma en la que durante el día me movía; por lo que ir de aquí para allá era una pesadez y el cansancio me consumía. Era adolescente y me transportaba por aventones; quería independencia. Entonces me vi infectada por aquel virus que pide tener un auto propio. Creí que tener un coche a mi disposición, en cualquier momento y lugar significaría ¡libertad! Sí, libertad de movimiento, de acción, de transporte; libertad de hacer y estar en donde yo quisiera y sin contratiempos. Falacia.

Usado pero en excelente condición y con gran actitud llegó mi bocho. En realidad, poco más que eso, Beetle, Volkswagen, automóvil del pueblo, en alemán. ¡Qué bien se manejaba! Jalaba en segundos a 120 km/h, gris, vestiduras de acrílico y estándar. Era pequeño, podía estacionarme donde quisiera, consumía poca gasolina y estaba equipado con un aparto de audio que hacía de mis viajes una experiencia melómana única y ensordecedora. Éramos uña y mugre. Al principio, nuestra relación era impecable: jalaba parejo, podía volar un tope o resbalar un vado y no mostraba quejas. Infectada por la publicidad y la mercadotecnia manejaba sin importar el tiempo o la distancia recorrida pues me sentía “libre y en control”. Mi curiosidad montada en cuatro ruedas exploró una parte de la inmensidad de la ciudad, pues cada día significaba una nueva travesía, creía que de no tener coche no lo podría hacer. Pero la pasión poco a poco se esfumó pues, cuando se abusa de una relación, ésta se desgasta y a así me sucedió.

Comencé a padecer dolores de rodillas y espalda provocadas por el clutch y el estrés de no llegar. Así como yo crecí, la ciudad y sus habitantes también, y millones de estos se infectaron por el “quiero un auto propio”. El tránsito empeoró exponencialmente y el tiempo por viaje se volvió impredecible. Ahora llegaba tarde a todos lados y estacionarme era una pesadilla. Los días se encogían pues, como mínimo, pasaba tres horas montada en esas llantas estancadas que luchaban por llegar primero. Ya no había rock que alegrara mi fastidio y, en el coche, fumaba sin parar. La libertad de tener un automóvil se convirtió en un encarcelamiento pues me volví esclava de una máquina.

Hay que saber llegar. Repetí en mi cabeza y decidí someterme a algunos cambios, desde la base del problema, pues la mala hierba se ataca desde abajo, por la raíz. Mi primer paso fue mudarme a una zona donde sí llegaba el metro y cerca de mis quehaceres. Mi viaje al trabajo se hizo rápido y amigable. Dejé de preocuparme por tomar una cerveza y toparme con la constante amenaza del alcoholímetro pues los taxistas se encargaban del trámite. Regresé a la vieja costumbre de llegar a tiempo. Tripliqué mi promedio de lectura. Olvidé el agobio de pensar en cambiar de carril o en buscar la mejor ruta para llegar primero y ganarle al inevitable tráfico. Vi y sentí la ciudad de cerca. Olí los detalles que me rodean, me sorprendí de las risas diarias así como las tristezas y pesares que a todos envuelven; podía olfatear los buenos y malos días de mi ciudad pues me salí de esa burbuja llamada “coche” para enfrentar, dejarme fluir y descubrir la ciudad en movimiento. Caminar me regresó la condición y energía que en el coche había perdido. El transporte público se convirtió en un buen aliado aunque la hora pico me rivalizaba. Como peatón observaba que muchos se movían en bicicleta y, aunque el miedo me contenía, las ganas me contaminaron.

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Desempolvé mi auto y lo vendí. Con el dinero me fui de viaje y me compré una bicicleta: La Chola, como la nombró un trabajador de banco. “Lo que bien se aprende nunca se olvida” me dije. Me subí y comencé a pedalear. Ella se convirtió en mi fiel corcel de batalla por las calles. La pimpié a mi antojo: luces, estampas y mejores frenos. Entendí que la calle es de quién la transita y los autos, aunque sean mayoría, no tienen más derechos pues el respeto debe ser por ambas partes; tanto del ciclista como del automovilista. La urbe volvió a ser mi confidente y aliada. En bicicleta, a diferencia del transporte público y el automóvil, sí puedes calcular y repetir el tiempo que te toma llegar de un lugar a otro con una sonrisa en la cara. Eso buscaba.

Entre más pedaleaba más me encontraba con gente que al igual que yo un día se dijo “me voy a ir en bici” y desde ahí no la ha soltado. Pese a los gritos de los automovilistas, especialmente los taxistas, los claxonazos y las porras de odio, miles de personas se mueven diario en bicicleta pues es tanto un transporte personal como una herramienta laboral. En el centro histórico de la Ciudad de México la Cooperativa Mosquitos ha ofrecido servicio de bici taxi desde hace casi 20 años. Por 15 ó 20 pesos puedes moverte a donde necesites de forma ecológica y rápida. Este servicio privado se organizó entre pobladores de la zona que querían calles limpias de ruido y escapes. Grupos como Bicimensajeros DF, Bici en vía y Nómadas, por su rapidez, también ofrecen servicios de bici mensajería por la ciudad. Igualmente es indispensable para repartidores de alimentos, afiladores, vendedores de objetos y panaderos, entre otros, que quieren evitar el atasco, cuidar tanto el medio ambiente como su cuerpo, y ganar satisfacción.

Ser un ciclista citadino presenta varios obstáculos pues requiere de confianza, destreza, condición y precaución en todo momento. Tenemos una deficiencia de educación vial en general; los ciclistas jamás debemos circular en sentido contrario así como por derecho y seguridad podemos utilizar un carril completo pese a los claxonazos de los desesperados automovilistas, siempre debemos portar casco y luces de seguridad. Una muy buena forma para comenzar, adquirir confianza, disfrutar el viaje y conocer nuevas rutas para moverte en bici es pegarte a alguno de los contingentes que todas las semanas reúnen a cientos de ciclistas y se aventuran en diferentes zonas. Aparte de ser agradable, acompañarlos te dará seguridad y práctica para moverte, así como nuevas ideas para que traces tus propias rutas y estés listo para rodar y saber llegar a dónde quieras en la ciudad. Aunque parezca difícil de creer, la calles, sabiéndolas escoger, suelen ser muy amables con las bicicletas.

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Para los que quieren empezar una semana activa pueden acompañar al contingente La Revolución del Sur que se reúne en Miramontes y las Bombas alrededor de las siete de la noche. Este grupo es pequeño y el recorrido termina entre 10:00 y 11:00. Mujeres en bici se reúne los martes entre 9:00 y 9:30 de la noche en la glorieta de la Diana Cazadora en Paseo de la Reforma. El recorrido es sorpresa, tranquilo y ordenado y termina alrededor de la una de la madrugada en el mismo punto de partida. Los miércoles, entre 9:30 y 10:00 de la noche, desde el Ángel de la Independencia salen los Bicitekas. Este contingente se ha organizado desde hace casi 15 años. Comenzaron reuniéndose entre cinco y 20 personas y hoy son mínimo 100 ciclistas los que pasean. Antes de salir se anuncia el destino y el paseo termina en el mismo Ángel alrededor de las dos de la madrugada. Las rutas siempre varían, aunque hay que pedalear con ganas, acompañarlos te demuestra que puedes llegar hasta dónde nunca imaginaste con tus dos piernas, dos ruedas y en menos tiempo del que pensaste. No es necesario ser un súper atleta pues puedes ir a tu propio ritmo, recuerda que son muchos. Niños y perros también acompañan. Si a alguien se le poncha una llanta o rompe la cadena, los organizadores te ayudarán a reponerla pues nadie se queda atrás ya que el trabajo y el paseo son en equipo. El ambiente es amigable y divertido. La comunidad Biciteka también tiene una casa-taller en Central del Pueblo, Nicaragua #15 en el Centro Histórico. Ahí puedes aprender a arreglar tu bici y su mecánica básica para resolver cualquier problema durante una rodada diaria. El servicio del taller es gratuito y la cooperación voluntaria. Los jueves, en el monumento a la Revolución, se juntan los Lunáticos. También alrededor de las 9:30 de la noche y el recorrido es sorpresa. Desde este mismo punto, el último jueves de cada mes sale el contingente Paseo de todos, éste reúne hasta mil ciclistas de todas las edades. Los viernes, para los que les gusta la fiesta, pueden acompañar a los Biciosos quienes zarpan a las 9:00 de la noche de la Plaza Río de Janeiro en la Colonia Roma. Ellos se mueven a paso regular y con precaución para encontrar y disfrutar una noche de fiesta y diversión.
Las rodadas del fin de semana requieren de mayor energía. Los sábados a las 8:00 de la mañana salen del parque hundido Los Perros. La duración del recorrido depende del destino sorpresa. Su nombre refleja la actitud que hay que llevar frente al pedal. Los domingos hay varios grupos, a las 7:00 de la mañana salen Los Velocirraptors desde el eje 8 y a las 8:00, desde el Eje 5 Sur e Insurgentes, puedes unirte a Los Gatos. Si prefieres una rodada nocturna, a las 9:00 de la noche afuera del metro Puebla sale el grupo Torre Blanca. Éste reúne alrededor de 50 personas y regresan a diferente hora dependiendo del itinerario. Si no te sientes cómodo de unirte a uno de estos recorridos puedes probar el Ciclotón de 32 kilómetros que se organiza por toda la ciudad el último domingo de cada mes y en el que puedes moverte independientemente de algún grupo.

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Desde mi primer acercamiento a las rodadas en grupo me sentí bienvenida. Aunque en las mañanas despierto adolorida del esfuerzo, mi cuerpo se siente con energía y mi mente tranquila. Me encontré con gente como yo que disfruta de la ciudad de noche y que quiere que cada día seamos más las bicis que decoren las calles. Después de esa experiencia me junté con unos amigos e hicimos nuestro propio mini grupo: los Bicilopoztlis. Nuestro paseo sale una noche a la semana desde la entrada de los Leones del Bosque de Chapultepec, continúa por toda la ciclopista de Reforma, visitando el Monumento a la Revolución y de ahí nos dirigimos al Centro Histórico. En la calle de Regina o Bolívar descansamos para cenar y platicar algo, acompañados de risas. Volvemos a montar nuestras bicis y regresamos al mismo punto de partida por Av. Chapultepec (que también tiene carril para bicicletas) o por la ciclopista de Reforma. Salir a rodar un día a la semana ayuda a olvidar los problemas del trabajo del día y te deja la mente fría para resolverlos así como revoluciona tu motor interno.

Hace años pasé un tiempo en Holanda y fantaseaba con que en mi ciudad también nos deslizáramos en bicicleta como ellos. Luego en China veía las calles inundadas por las Flying Pegeons, símbolo de prosperidad de la nación. Hoy, veo que en la ciudad de México, somos cada día más los que optamos por dos en lugar de cuatro ruedas de una forma limpia y divertida pues, en vez de pesar, causa felicidad.

Usarla diario ha provocado que los días y las noches hayan recuperado su longitud ancestral y mi cuerpo se ejercita. Mientras te mueves puedes observar la ciudad y el cielo en cada pedalear o llegar a casa con tiempo para disfrutar de una siesta o de Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid, incluso de ver Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, en fin, el tiempo libre es tuyo. Ahora, vuelvo a disfrutar de mi movilidad y a pesar de todo el tiempo que pasé en el tráfico me queda claro que “una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar…”